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       Peter oía voces desde hacía tiempo. A veces lo acompañaban a lugares insospechados. Pasajes que su mente traspasaba para conseguir alejarlas. Poco a poco esas voces se habían convertido en omnipresentes. Tan pronto aparecían en mitad de la noche o a la luz del día y rodeado de gente.

     Ahora había dejado de lavarse, se negaba a comer. Podría permanecer enclaustrado en su habitación varios días seguidos. No le interesaba nada, ni hacer nada.

     Se pasaba los días fumando cigarrillos. Tenía un aspecto penoso, ligeramente encorvado. El rostro estaba endurecido y con la mirada vacía.

       Recorría el gran pasillo como si fuera un zombi. Las piernas no lo acompañaban, parecía como si flotara. Sus huesos estaban débiles. Tan débiles como estaba su corazón, dolorido y a punto de tocar fondo. Él, que había sido tan brillante, ya casi no reaccionaba a las noticias del mundo exterior ni a la gente. Estaba totalmente aislado.

 

      Su casa parecía una tumba. La puerta que lo encerraba era chirriante. Guardaba una estancia casi oscura, casi siniestra. La decoraban unas cortinas de terciopelo verde, las cuales estaban siempre cerradas, ni un halo de luz entraba por los ventanales.

    Aquella noche ese pasillo parecía eterno. Como pudo, divisó una foto de una joven sobre la mesilla de su cama, la cual estaba acompañada por la Biblia que leía antes de acostarse.

      La vista se estaba nublando, apenas podía divisar nada. La linterna empezó a fallarle. Sus piernas flaqueaban. El interruptor estaba demasiado apartado. Daba igual, ya estaba acostumbrado a estar casi sin luz. Sus ojos ya se le cerraban. Y esas voces lo volvían a acompañar. Esta vez estaban demasiado lejos. Como si realmente quisieran dejar su cabeza para siempre. Esa misma cabeza que pocos minutos después había golpeado el suelo.

    Sus ojos se abrieron unas horas posteriormente en el hospital. El semblante era pálido, tanto como las blancas paredes de la habitación en que se encontraba. Todo estaba en silencio. Una calma que se rompió con los pasos de alguien que se acercaba.

     Inmediatamente la puerta se abría y una enfermera aparecía. Su rostro trasmitía cansancio. Afuera la estaba esperando una compañera con dos cafés en la mano. Tranquilamente esperó al doctor de Urgencias, mientras comprobaba el estado del gotero.

     El colegiado llegó en el mismo momento en que ella lo cambiaba. Este le comunicó a Peter su estado de anemia.  Necesitaba urgentemente una transfusión de sangre. En ese mismo instante la otra enfermera traía la sangre necesaria. Peter se negaba a recibirla, pero lo convencieron inmediatamente.

      Los días eran largos. Se sentía más recluido que en su casa. Odiaba esas cuatro paredes de la clínica, donde ya había estado años atrás. Se sentía más protegido en su vivienda, sin apenas luz, que en esa habitación donde el Sol le molestaba.

    Los susurros de las enfermeras le despertaban todas las mañanas. Eran como esas voces inoportunas que aparecían de repente. Lo extraño era que durante su estancia allí no habían aparecido. Ni siquiera la simpatía de las sanitarias le había apaciguado su mal humor.

 

      Poco quedaba ya de su estancia en ese encerramiento para él, cuando en mitad de la noche lo volvieron acompañar. Esta vez con unos alaridos en sus sueños.

 

Márchate de aquí cuanto antes.

No quiero que permanezcas conmigo mucho tiempo.

Lárgate de mi vida...

 

 

      Se despertó exaltado con el ruido del vaso que acababa de caerse. Un pequeño charco de agua acompañaba los pedacitos de cristal. Su brazo lo había tirado con un gran golpe. Estaba sudando. Su corazón bombeaba rápido, por el susto que se había llevado. Por primera vez tenía miedo de esas voces. Nadie se había enterado del ruido y de sus gritos. O quizás las enfermeras tenían pavor de entrar... Nadie apareció por aquel lugar. Y poco a poco el silencio, que luego estuvo acompañando lo sucedido, fue calmando el amanecer.

      A los pocos días el médico aparecía con los documentos del alta. Ahora tenía que llevar una dieta saludable. Restaurar el estómago que días atrás se negaba a llenar.

       El día estaba de su lado. Permanecía nublado como a él le gustaba. Con este pronóstico siempre salía de casa. Pasó por el parque donde había conocido a Anne. Se sentó en el mismo banco donde siempre conversaban y miraban los patos del estanque.

       La nostalgia hizo que empezara a recapacitar sobre lo acontecido en esos últimos días. Con Anne se sintió vivo y afortunado. El tiempo que pudo estar con ella. Ese confort de ese pasado hizo que cogiera la carpeta donde guardaba los documentos. Los miró con detenimiento y pensó que ya tenía que dejar atrás el sufrimiento.

       Observó cómo chapoteaban los patos. En ese instante una pareja se acercaba a ellos para darles de comer. Entonces recordó esas tantas veces que lo hacía con Anne, como aquella pareja de ancianos. Las lágrimas caían al ver la felicidad de esos abuelos. La misma que él sintió en su pasado y que creía que no volvería a alcanzar.

       Sintió un vacío en su interior. Se levantó con prisa y enfurecido. Las aves asustadas salieron volando deprisa. El cielo se oscurecía. El poco Sol que apenas se veía tras las nubes desapareció por completo. La oscuridad seguía sus pasos que iban sin rumbo fijo.

 

        No vuelvas a acercarte. Te he repetido montones de veces que quiero estar sola. Necesito tiempo para

pensar y tú estás ahogando mi espacio.

 

 

       Lleno de pavor siguió corriendo. Ya estaba cansado de que entraran en su mente. Una y otra vez retumbaban sin piedad. Parecía que iba a volverse loco. Ya no podía controlarlas más. Cuando pensaba que iba a tener paz, aparecieron con más fuerza que nunca. Era como si al estar en ese lugar que amaba quisieran hacerle más daño. No entendía por qué.

       Se encaminó hacia un cementerio. La puerta estaba casi caída. Una de las bisagras no estaba. Gran parte de su pintura se había desprendido. El cuervo que la protegía aún seguía despierto. Por un instante Peter quiso marcharse, pero observó al pajarraco perversamente y consiguió que dejara el camino libre.

 

       Deambuló sin pausa hasta llegar a una sepultura con un ángel tumbado en ella. Cansado, se sentó junto a ella. Apartó las ramas para no arañarse la espalda. Por curiosidad leyó el mármol que lo adornaba. La lápida detallaba esta delicada poesía:

 

Quiero ser tu fortaleza en tu debilidad.

Quiero ser tu apoyo y contigo poder contar.

Quiero que nunca me olvides, porque yo nunca lo voy a hacer.

Quiero estar siempre contigo, aunque cerca de ti ya no puedo estar.

Quiero pensar que ya nada podrá romper este lazo que a nuestras almas une en el más allá.

Peter Hogan Anne Farrell (1971-2006)

 

        El agotamiento hizo mella en ese día tan duro para él. Sus ojos escasamente podían aguantar abiertos. Su boca empezaba a bostezar. Pero hizo un esfuerzo y se fue por el mismo lugar.

        Su casa ya estaba muy cerca. Se fue directamente a la cama. Estaba demasiado cansado para comprobar cómo había quedado la vivienda. Solo le importaba olvidarse de todo unas horas. Que la cálida colcha donde se arropaba le ayudara a alargar el tiempo.

        Los primeros rayos de Sol entraban por la vieja ventana. Justamente iban a parar a la cabecera de la cama. Eso le molestaba, pero nunca se puso a arreglarla. Su holgazanería se lo impedía. Siempre estaba en la cama hasta que los chispeantes rayos daban en su alborotada cabellera. Se levantó medio sonámbulo y tropezándose hasta llegar a las escaleras que conducían al primer piso.

       Al pasar por el espejo del recibidor comprobó que su barba era más larga de lo habitual. Se dirigió a la ruidosa puerta principal para coger el periódico con gran esfuerzo. Sus huesos le pesaban cada vez más. Su deterioro iba a peor, parecía que había pasado mucho tiempo desde que estuvo en el hospital, pero solo habían transcurrido unas horas.

         Volvió sus pasos hacia dentro y se topó con el irritante chillido de la puerta. Montones de veces había

echado 3 en 1, pero volvía a oírse.

        Se dirigió a la cocina a desayunar. Se pasó casi toda la mañana leyendo las noticias. Empezó por la sección de Deportes y acabó por la Política. Como siempre, dejó los trastos de cualquier manera en el fregadero. Subió a la habitación para arreglarse para ir a comprar a la tienda y pagar los periódicos del mes anterior.

          De vuelta a casa se tropezó con el chiquillo que repartía la prensa. Era el hijo de los señores Castillo. Iba pedaleando deprisa y casi se chocaron. Por suerte no lo hicieron. Peter seguía muy testarudo y seguía de mal humor continuamente, así que mejor que no lo hubieran hecho, si no el chiquillo hubiera salido despavorido del lugar.

          Una vez dentro de su caserío se observó fijamente en el espejo del vestíbulo. Su rostro parecía más viejo de lo habitual. Su cabello empezaba a ponerse blanco. Junto a él una silueta de mujer aparecía. Era joven y bella. Su larga cabellera adornaba su angelical sonrisa. Inmediatamente Peter quiso acariciarla, pero la figura se desvaneció poco a poco. En ese instante sus lágrimas recorrieron sus arrugas demacradas. Sus manos se dirigieron al cajón del gabinete donde guardaba una foto de la misma mujer. La miró fijamente mientras su dedo corazón la acariciaba. De al lado cogió una carta y la leyó:

 

Te escribo sin rencores ni odios.

Simplemente como si fuéramos grandes amigos.

¡¡¡OLVIDEMOS EL PASADO!!!

Simplemente quería escribirte. Solo quería encontrar la mejor manera de decirte que no me gusta verte así.

Te ves mucho mejor cuando sonríes.

Deja atrás esa tristeza, desilusión y soledad.

Quiero apoyarte como cuando éramos novios.

Quiero que tu Vía Láctea brille como un diamante, tan grande como el Universo.

Quiero que ese daño que te hice en el pasado desaparezca.

Quiero que me perdones y que volvamos a vernos.

Empecemos como amigos

y poco a poco volver a ese amor de antes.

Anne Farrell

​

 

        Leyéndola recapacitó completamente. Aunque Anne no estaba con él, quería recuperar esa armonía que había vivido junto a ella. Dejar atrás esa dejadez con la vida. Estaba cansado de tener que lidiar con su mente.

         La guardó junto a dos rosas azules que iba a entregarle y que con el tiempo se habían marchitado. Iba a regalárselas junto a un ramo el mismo día que la perdió. Todo eso lo pensó yendo a la cocina y mientras recogía la compra. Lo primero fue ir a limpiar el establo. Tenía trabajo acumulado que había dejado por su pereza. Las doce tocaban en el reloj de la iglesia. El Sol seguía luciendo con gran intensidad, con la misma que                  quería que volvieran sus momentos de felicidad.

        Los buenos recuerdos vinieron a su mente. Las imágenes del amor con Anne disiparon las voces para siempre. Ahora más que nunca emanaba demasiada fuerza para seguir adelante, aunque los malos tiempos vividos lo retuvieran por momentos.

        Sus pasos se dirigieron hacia la azotea. Al fondo y junto a la ventana principal había una caja. La abrió enseguida para ver los regalos y recuerdos que tenía de ella. Poco a poco fue recordando todo.

        Conoció a Anne una tarde de verano en un parque. Cada día iba a ver si la encontraba dando de comer a los patos junto al lago. Ninguno de los dos faltaba a la cita, hasta que se hicieron novios.

       Su primer paso fue sellado con un ansiado beso. Las mariposas revoloteaban junto al árbol de hojas rojas que protegía la casa de Peter.

Después de diez años juntos todo iba perfecto, pero Peter no entendió como Anne lo dejaba. No había terceras personas, era un capricho. Quería tener libertad por un tiempo.

       Él se obsesionó incluso más con ella. No le dejaba casi espacio. Quería averiguar el motivo de la situación. Si podía ser porque lo engañaba con otro. La seguía a todas partes, sin que ella se diera cuenta. Hasta el momento en que no pudo más y le dijo: «No vuelvas a acercarte. Te he repetido montones de veces que quiero estar sola. Necesito tiempo para pensar y tú estás ahogando mi espacio».

​

        Pasado un tiempo, una carta se deslizaba por

debajo de la puerta principal. Peter la recogió cuando bajó de su habitación. Tan pronto como acabó de leerla, se fue corriendo a ver si estaba en el parque. Pero no fue así. Se entristeció y la sonrisa que había aparecido minutos atrás se desvaneció por completo.

       Regresó cabizbajo por el mismo camino por donde había ido. Acercándose a su casa, iba divisando a alguien en el umbral del porche. A medida que se acercaba comprobó que era una silueta de mujer. Ella se dio la vuelta y empezó a correr tras él para abrazarle con fuerza.

  • ¡Lo siento! No debí tomarme ese tiempo sin ti. Poco a poco he vuelto a sentir que te necesito...

  • No digas nada más y abrázame – la interrumpió –. Recuperemos ese tiempo perdido.

        A las pocas semanas organizaron un viaje a la playa. Cogieron el coche y se dirigieron a su destino. En el maletero Peter guardó en una caja bien protegida un precioso ramo de rosas azules que le iba a regalar a Anne. El tiempo era muy soleado, los rayos molestaban y Peter se puso en seguida las gafas para protegerse del astro rey. Una vez puestas, lo próximo que vio fue un camión descarrilarse. No le dio tiempo a nada, lo tuvo cerca inmediatamente. Al despertarse la sangre de unos rasguños se deslizaba por su frente. Al lado Anne estaba inconsciente. Él le apartó los mechones que cubrían su angelical fisonomía. Un poco alejado se oía el sonido de la ambulancia acercarse. Su corazón palpitaba deprisa por lo que pudiera sucederle a su amada. Esa incertidumbre parecía como si parara el tiempo, porque la ambulancia parecía que nunca iba a llegar.

Al instante la cogieron con cuidado por si se había roto algo. La pusieron en la camilla rápidamente porque su corazón estaba débil. Ayudaron a Peter a sostenerse por si se desmayaba mientras caminaban. El camino al hospital parecía como si no hubiera tiempo. Todos estaban pendientes de Anne, cada vez su vida se iba apagando. Llegaron, pero ya no pudieron hacer nada, su fuerza se marchitó. Peter permaneció inmóvil, su corazón acababa de recibir una puñalada, su amada se había ido.

 

       Su entierro lo organizó todo Peter, ya que sus familiares estaban muy lejos. La lápida y la tumba las construyó él, junto a una poesía que había escrito expresamente para ella.

 

       Desde ese día se culpó por lo ocurrido hasta quedarse aislado del todo. Eso le originó las voces interiores, que ni siquiera sabía si eran de su subconsciente, porque había cosas que realmente habían pasado. Esas voces eran las palabras que Anne le había dicho cuando lo había dejado por un tiempo. En ese espacio que ella quería estar sola, sus palabras se le clavaron en el pensamiento de Peter. Y habían hecho que lo acompañaran cuando menos lo esperaba. Con tanta intensidad que no sabía de dónde procedían.

Pero aquello ya no volvería a suceder. Peter abrió la ventana para gritarle al mundo que su aislamiento desaparecería por completo. Cerró la caja para guardar bien las cosas de Anne y bajó a terminar el trabajo en el establo.

         A partir de entonces todos los domingos no faltaba a la cita de visitar su tumba y llevarle rosas azules para que el ángel tumbado las guardara en sus manos.

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                                                                                                                                                                                                                        ~ 2008 ~

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