
Había una vez ...
Un camino que empezó a llevarme hacia mi estilo en la escritura. En él se fue mostrando mis obras o manuscritos y mis trabajos. Donde todos los peldaños iban aportando la ilusión de seguir adelante con el sueño de ver algo mío publicado.
Poco a poco la obra ha ido formándose para querer captar la atención de los lectores y llenar las hojas en blanco para poder enganchar hasta el final, sin saber que depara la historia.
El misterio de saber como completar la senda
esta en el día a día.

Nunca imaginé que unos ojos pudieran atravesar paredes y descubrir rincones que nadie osa mirar…
Mis ojos azules siempre habían sido para mí un refugio silencioso, un lugar donde podía observar sin ser observada. Hasta aquel día en que descubrí que no solo veían, sino que sentían y percibían lo oculto: los rincones olvidados de la ciudad, los espacios secretos que nadie más se atrevía a mirar.
Caminaba por la plaza empedrada, donde los adoquines aún guardaban el eco de pasos antiguos. La luz del atardecer caía sobre las fachadas y parecía dibujar sombras que cobraban vida propia. Mientras todos se apresuraban, yo detenía la mirada en las grietas de las paredes, en los pequeños patios tras las ventanas cerradas, en los balcones que escondían historias de generaciones enteras. Era como si mis ojos pudieran atravesar la materia y descubrir la vida que se escondía detrás de lo cotidiano.
En un callejón estrecho, vi un portal que los demás ignoraban. La madera estaba gastada por el tiempo, pero mis ojos lo atravesaron sin esfuerzo, mostrando un patio secreto lleno de macetas marchitas, de aromas olvidados y de luz que caía con timidez entre las paredes altas. Sentí un escalofrío: ese lugar había permanecido oculto durante décadas, y yo lo había encontrado sin tocar ni abrir nada.
Mientras avanzaba, descubrí una librería antigua, con cristales empañados y polvo acumulado sobre los libros. Los demás solo veían escaparates sucios; mis ojos, en cambio, atravesaron los vidrios y revelaron pasillos estrechos llenos de volúmenes encuadernados en cuero y papel amarillento, donde los secretos de tiempos remotos aguardaban silenciosos. Era como caminar sin moverme, explorar sin tocar, y entender que cada mirada podía abrir un mundo nuevo que nadie más alcanzaba a percibir.
Al final del día, cuando el sol desapareció tras los tejados, mis ojos regresaron al espejo de casa. Me miré con intensidad, reconociendo en mi reflejo la capacidad de ir más allá de lo evidente, de encontrar belleza y misterio donde otros solo veían rutina. Comprendí que mi mirada no solo observaba, sino que traspasaba, y que cada esquina olvidada, cada sombra oculta, tenía un nombre secreto que solo yo podía pronunciar con la mirada.
